El acoso escolar a los/as niños/as no es algo novedoso, siempre ha existido. Tal vez, ahora no solo lo encontramos dentro de las cuatro paredes de la escuela, sino que extienden sus tentáculos al ámbito familiar y social, a través de las redes sociales.
Cuando leí este pequeño trocito, que os presento ahora, del libro El infinito en un junco de Irene Vallejo me impactó enormemente; me hizo retroceder a los peores momentos de mi niñez. Otras circunstancias, otras razones, otro país, pero el sentimiento es el mismo. Yo añadiría al silencio del que habla Irene Vallejo, la soledad.
¿Por qué lo traigo aquí? Para ponerle hermosas palabras a un hecho triste y doloroso como es el acoso escolar. Para que no apartemos la mirada, para que no minimicemos, tanto la familia como las maestras y los maestros. Lo primero es tomar conciencia.
»Lo peor fue el silencio. Entonces no había una palabra para llamarlo. Podías decir: en clase se ríen de mí. O más dramática: en el colegio me pegan. Pero eso solo arañaba la superficie de la realidad. No necesitabas rayos X en los ojos para ver formarse en la mente de los adultos un diagnóstico instantáneo: cosas de niños.
Era la revelación temprana de un mecanismo tribal, primitivo, predador. Me habían retirado la protección del grupo. Había una alambrada imaginaria y yo estaba fuera. Si alguien me insultaba o me tiraba de la silla a empujones, los demás le quitaban importancia. La agresión llegó a adquirir un aire rutinario, habitual, poco llamativo. No quiero decir que sucediera todos los días. A veces, sin saber por qué, se declaraban extraños periodos de calma, el cerrojo de la caja de los truenos permanecía cerrado durante semanas, la trayectoria de los balones en el recreo dejaba de apuntar hacia mí. Hasta que, de repente, la profesora reñía en clase a alguno de mis perseguidores, y al salir, entre la algarabía de niños impacientes por jugar, en los pasillos pintados de azul, me devolvían la humillación: empollona, hijaputa, ¿tú qué miras?, ¿quieres cobrar? Y otra vez se abría la veda.
Los perseguidores se repartían los papeles; uno era el líder, y otros sus fieles secuaces. Inventaban motes para mí; hacían imitaciones grotescas de mi aparato de dientes; me lanzaban esos balonazos cuyo golpe seco, cuyo aturdimiento todavía me parece sentir; me rompieron el dedo meñique en clase de gimnasia; disfrutaban con mi miedo.
Los demás imagino que ni siquiera se acuerdan. Tal vez, escarbando en su memoria, dirían, bueno, le gastamos algunas bromas pesadas. Colaboraban precisamente así, con su indiferencia.
Durante el periodo más crudo, entre mis ocho y mis doce años, hubo otras marginadas; no fui la única. Una repetidora, una inmigrante china que apenas hablaba nuestro idioma, una chica exuberante con la pubertad adelantada. Éramos los ejemplares débiles de la manada, que el depredador observa y aísla desde lejos.
Mucha gente idealiza su infancia, la convierte en el territorio sobrevalorado de la inocencia perdida. Yo no tengo ningún recuerdo de esa presunta inocencia de los otros niños. Mi infancia es un extraño revoltijo de avidez y miedo, de debilidad y resistencia, de días tenebrosos y de alegrías eufóricas. Allí están los juegos, la curiosidad, las primeras amigas, el amor medular de mis padres. Y la humillación cotidiana. No sé como encajan esas dos partes fracturadas de mi experiencia. La memoria las ha archivado por separado.
Pero lo peor, insisto, fue el silencio. Acepté el código vigente entre los niños, acepté la mordaza. Todo el mundo sabe, desde los cuatro años, desde siempre, que chivarse está muy mal. El chivato es un cagón, un mal compañero, merece que le hostien. Lo que pasa en el patio se queda en el patio. A los adultos no se les cuenta nada -o si acaso solo lo mínimo imprescindible para que no se les ocurra intervenir. Los rasguños me los hacía yo sola. Perdía las cosas que en realidad me habían robado y aparecían en el agua amarillenta del fondo del váter. Interioricé que el único atisbo de dignidad a mi alcance consistía en resistir, en callarme, en no llorar ante los demás, en no pedir ayuda.
No soy un caso aislado. La violencia entre los niños, entre los adolescentes, se desarrolla protegida por una barrera de silencio turbio. Durante años me reconfortó no haber sido la chivata de la clase, la acusica, la cobarde. No haber caído tan bajo. Por autoestima mal entendida, por vergüenza, obedecí la norma: ciertas cosas no se cuentan. Querer ser escritora ha sido una tardía rebelión contra esa ley. Esas cosas que no se cuentan son precisamente las que es obligado contar. He decidido convertirme en esa chivata que tanto temí ser. La raíz de la escritura es muchas veces oscura. Esta es mi oscuridad. Ella alimenta este libro, quizá todo lo que escribo» (El infinito en un junco, Irene Vallejo, Ediciones Siruela, 2019)
Así de hermoso escribe Irene Vallejo.
Podemos extraer, de las vivencias de Irene Vallejo, algunos signos claros para reconocer el acoso escolar:
Propósito de dañar y/o molestar intencionadamente.
De caracter repetitivo (incluido el que puede pasar fuera del horario escolar: calle, redes sociales…etc).
Existe un desequilibrio de poder o fuerza.
No hay una provocación por parte de la víctima.
El acoso escolar puede ser considerado una forma de abuso entre iguales. Las víctimas pueden ser personitas calladas, tímidas, inseguras, con intereses particulares distintos de “la mayoría” (por ejemplo no gustarle los deportes o no tener facilidad para los mismos) y, por supuesto, cualquier persona que muestre dificultades en cualquier área de su vida (personal, escolar, social, física o intelectual) y, muchas veces, con baja autoestima (retroalimentada por la situación de acoso repetido por parte de sus compañeros/as).
Las soluciones están, primero, en manos de las familias, educando en la diversidad, no promocionando la competitividad, haciendo autoexamen de los valores transmitidos a los hijos e hijas con nuestra actitud ante los distintos problemas de la vida.
Por parte de la las instituciones escolares debe haber una máxima de NO aceptación del acoso dentro su escuela y la intención de poner los medios necesarios para poner fin a cualquier muestra, por nimia que sea, de signos de abuso.
Aunque, a veces, parar la dinámica de una clase puede ser percibido, por una parte del ámbito escolar y familiar, como una pérdida de tiempo y de recursos, la respuesta informal ante una situación detectada tempranamente crea un entorno de aprendizaje para la vida en comunidad más seguro, un aprendizaje que se llevarán para siempre.
Resumiendo, el acoso escolar, no es un problema del niño/a afectados, no es un problema sólo de las personas que acosan, es un problema social. Sólo la implicación de la familia, los docentes, el personal auxiliar, autoridades de Conselleria (estableciendo los programas necesarios de formación) con el trabajo sistemático puede reducir los niveles de acoso y preparar a nuestros niños, niñas y jóvenes para ser adultos que puedan regir una sociedad mejor.
En el próximo artículo de este blog nos adentraremos en el infierno que supone el bullying, intentando hacer un análisis de cómo podemos detectarlo, evitarlo y combatirlo.
Aunque no es de la temática que estamos tratando os recomiendo este maravilloso libro de Irene Vallejo. Sin duda ha sido un placer leerlo.